por Pablo Rego | A veces, llegamos a Yoga buscando alivio. Un dolor físico persistente, una molestia que nos limita o un síntoma que no cede a pesar de los tratamientos. Llegamos con la esperanza de encontrar calma, flexibilidad, un poco de bienestar. Y de pronto, cuando la práctica empieza a hacer efecto, nos damos cuenta de que algo más se empieza a mover. No solo el cuerpo responde, también se despiertan memorias, emociones, pensamientos que parecían dormidos.
Es ahí donde muchas personas deciden dar un paso atrás. No porque Yoga no funcione, sino porque funciona demasiado.
El inicio: una búsqueda física
Es natural que el dolor físico nos empuje a buscar soluciones. Y es natural que veamos a Yoga como una herramienta para lograrlo. Lo recomiendan médicos, terapeutas, conocidos. “Hacé Yoga, te va a hacer bien”, escuchamos decir. Y entonces nos animamos a intentarlo. Pero nadie nos advierte que esa clase aparentemente tranquila puede ser una puerta hacia nosotros mismos.
En ese encuentro entre cuerpo, respiración y conciencia, se activa una sensibilidad que no siempre estamos preparados para sostener. La práctica no solo flexibiliza músculos, también nos confronta con tensiones emocionales, con ideas que cargamos desde hace años, con hábitos que nos dañan. Y cuando eso sucede, aparece la incomodidad.
La incomodidad de mirar hacia
dentro
Hay quienes descubren esa profundidad y sienten que han encontrado algo valioso. Se quedan, practican, atraviesan el proceso. Pero también hay muchos que eligen irse. No porque no les guste Yoga, sino porque sienten que no están listos para enfrentarse a todo lo que comienza a emerger desde dentro.
El cuerpo comienza a hablar, pero el alma todavía no quiere escuchar.
Esta reacción es más común de lo que parece. En ciertos casos, el malestar físico se ha convertido en parte de nuestra identidad. Llevamos años sosteniendo una historia sobre lo que no podemos hacer, sobre lo que nos limita, sobre la enfermedad que “nos tocó”. Ese relato se vuelve una zona conocida, e incluso una forma de relacionarnos con el mundo.
Yoga, con su invitación constante al presente y su propuesta de conciencia, cuestiona esas estructuras. Nos muestra que hay un camino distinto, pero también nos pone frente al desafío de dejar atrás ciertas formas de ser que hemos adoptado como verdades.
¿Y si sanar implicara cambiar?
Detrás de muchas dolencias hay emociones retenidas, frustraciones no expresadas, decisiones evitadas. A veces el cuerpo sostiene lo que la mente no se atreve a procesar. Por eso, cuando empezamos a practicar Yoga de forma comprometida, puede suceder que sintamos más de lo que esperábamos sentir.
El alivio físico comienza a llegar, sí. Pero también con él, la necesidad de revisar ciertos aspectos de nuestra vida. Cómo vivimos, cómo respiramos, qué pensamientos alimentamos cada día.
Para algunas personas, esto representa una posibilidad de cambio. Para otras, un riesgo. Porque si el dolor empieza a desaparecer, ¿quién soy sin esa limitación que me definía? ¿Qué pasa si ya no tengo una excusa para no avanzar, para no soltar, para no elegir otra forma de vivir?
Estas preguntas no siempre se hacen en voz alta, pero operan desde lo profundo. Y es allí donde se decide si el camino continúa o no.
No hay juicio, solo
comprensión
Alejarse de la práctica cuando se vuelve exigente no es una falla. Es una respuesta humana frente a lo desconocido. Cambiar duele. Incluso cuando sabemos que ese cambio es necesario. Y es importante saber que cada uno tiene su tiempo, su ritmo, su momento justo.
No todos los caminos son para ahora. Y está bien.
Pero también es cierto que muchas veces, detrás del rechazo, hay una oportunidad que aún no alcanzamos a ver. Cuando decidimos alejarnos porque “esto es demasiado para mí”, quizá estamos a un paso de algo verdaderamente liberador. Yoga no impone, pero sí revela. Y lo que revela no siempre es cómodo.
Yoga como espejo del alma
Quienes practican con regularidad saben que Yoga es mucho más que una serie de posturas. Es una práctica que nos devuelve a la raíz de quienes somos. Nos muestra nuestras luces y nuestras sombras. Nos invita a respirar donde antes nos resistíamos. A habitar el cuerpo con presencia, en lugar de luchar contra él.
Y es justamente esa presencia la que transforma.
Cuando nos damos el permiso de quedarnos un poco más —a pesar de la incomodidad, del miedo, de la incomprensión inicial— descubrimos que el cuerpo no es un enemigo, sino un mensajero. Que el dolor puede ser una guía. Que el malestar tiene algo que decirnos. Y que detrás de todo eso, hay un núcleo de serenidad que solo se activa cuando estamos dispuestos a escucharnos de verdad.
El valor de una pausa
consciente
Quizás no es el momento de seguir. Quizás aún hay miedo. Está bien. Pero no cierres la puerta por completo. Tal vez no es ahora, pero será mañana, o dentro de un año. Yoga no se va. Te espera en el mismo lugar donde lo dejaste. No juzga, no exige, no reclama. Solo está ahí, disponible cuando decidas volver.
Y cuando vuelvas —si elegís volver— quizá lo hagas ya no solo por un dolor, sino por un deseo genuino de conocerte, de soltar lo que te limita, de vivir con más conciencia y libertad.
Porque eso es lo que Yoga propone: un espacio para volver a uno mismo, sin disfraces, sin máscaras, sin excusas.
Y ese espacio siempre está abierto.
©Pablo RegoProfesor de Yoga
Masajista-Terapeuta holístico
Diplomado en Ayurveda
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